sábado, 30 de agosto de 2008

Biografía y bibliografía

Nací en Tandil en 1975 y actualmente vivo en La Plata. En 1998 me gradué como Profesor en Letras y en 2001 como Licenciado en Letras; ambas carreras fueron realizadas en la Universidad Nacional de La Plata. El tema de mi tesis fue “Borges y la ciencia ficción. Particularidades de la apropiación de un género de la literatura de masas por parte de la literatura canónica”. Me encuentro actualmente preparando el Doctorado en Letras, con una tesis titulada "La literatura fantástica argentina en el siglo XIX". Tengo previsto publicar, en un futuro más lejano, un libro sobre Cervantes.

Mis principales temas de interés son la teoría literaria, la literatura barroca hispánica y la literatura fantástica (incluyendo géneros aledaños como la utopía, el terror y la ciencia ficción).

Soy director de la revista académica Nautilus, fundada en 2004 y dedicada al estudio e investigación de la ciencia ficción hispánica, en especial argentina. Actualmente, la publicación transita por el número 12 (marzo de 2008). También soy director de la colección de libros La Novena Musa, dedicada a difundir novelas y contarios de ciencia ficción y literatura fantástica, tanto nuevos como antiguos.

He ganado diversos concursos literarios, entre los que se destaca el certamen "Cuentos Cortos de Terror", organizado en 2005 por la empresa Metrovías, donde obtuve el primer premio con el relato “El negocio de la anciana”. En cuanto a ensayo, gané el primer premio en la categoría "Mejor Ensayo Crítico en Lengua no Inglesa", concedido en 2007 por la IAFA, con mi ensayo Las utopías literarias argentinas en el período 1850-1950.

He publicado ensayos, cuentos, poemas, reseñas y traducciones en las revistas La Brújula, La Nueva Avenida, Julio Cortázar, Proyección, Los Conspiradores de Siempre, Arkadin, The Burroughs bulletin, Cuasar, Axxon, Lilith y Galaxia, en las antologías Artifex, Fabricantes de sueños, Cuentos de terror, Verso a verso y Textos del trovador, y en los diarios El Día y Nueva Era. En las revistas académicas Series Monográficas y Cuadernos Angers-La Plata publiqué trabajos sobre Jorge Luis Borges y Juan Filloy.

BIBLIOGRAFÍA:

Poemarios:

1- Rito de iniciación (1993).
2- Fuera del tiempo (1995).
3- Noche de trovadores (1998).
4- Crisálidas (2000).
5- A la sombra de gárgolas (2003).
6- En la noche de los tiempos (2006).

Ensayo:

1- Borges y la ciencia ficción (2005).
2- Estudios sobre literatura fantástica (2006).
3- La literatura fantástica argentina en el siglo XIX (2007).
4- La editorial Tor (en preparación).

Narrativa:

1- El castillo de lord Valdemar (en preparación).
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La guardia nocturna

El anciano se acodó contra el mostrador de la pulpería. Tras pitar una vez más el cigarro reblandecido por la saliva, paseó la vista por las paredes de ladrillos cimentados con barro. Pocos lugares había en ella que no estuvieran cubiertos con estampitas mohosas, telas indias del norte y manojos de plumas de ñandú. Dos raídos velones restaban fuerza al brillo de la luna, haciendo bailotear sombras sobre algunos nichos que albergaban codiciadas botellas de jerez fronterizo.

-Ustedes perdonarán la insistencia, señores -dijo-, pero yo me voy a hacer de vuelta la señal e’la cruz antes de seguir hablando. A veces es suficiente con mentar al Malo para que aparezca. No los quiero perjudicar, y menos a vos que tenés dos gurisitos en edad de atender. Sería pavo llamar a la desgracia.

-Siga nomás, que estamos todos cristianados -dijo la mujer aludida, una mestiza de dieciséis años con una larga cicatriz en la mejilla derecha.

-Hace varias noches que esto me quita el sueño. Y nadie puede decir que soy flojo. ¿De donde saca la vieja los angelitos? -preguntó, señalando una pequeña momia que se sostenía sobre un anaquel tapizado con pasto seco.

Los angelitos de pulpería eran una costumbre de todos los locales de buen tono incluso desde antes que hubiera estancias en la llanura. Como los bebés muertos después del bautismo estaban limpios de todo pecado, se consideraba de buen augurio colocarlos a la entrada de las pulperías para que con su influjo benéfico evitaran las riñas, las trampas en las apuestas, los robos y las enfermedades en los dueños y en los parroquianos. Esto era mientras quedara carne o piel; cuando los gusanos y vinchucas dejaban los huesos pelados, el niño era enterrado entre llantos y no faltaba alguien que improvisara un cielito triste para la ocasión. Su precio variaba, lógicamente, según la ley de la oferta y la demanda. Como los últimos años estuvieron libres de plagas (y por lo tanto de bebés muertos) y como el número de pulperías había aumentado a medida que se corría la frontera, el valor de un angelito estaba por las nubes.

Hacía diez años, la vieja había llegado por el Camino de las Tropas. Sus ojos amarillos eran casi invisibles bajo las chorreantes arrugas y costurones de la piel. Era corta de estatura, encorvada, con una obesidad lívida que revelaba una existencia noctámbula. No era posible afirmar que tuviera sangre india, porque los rasgos de la cara se le habían borrado, pero era lenguaraz en varios idiomas de las tolderías. En cuanto al apellido, no existía consenso. Algunos creían recordar que se mentaba Gauna, otros Ghuna, y otros Gutre. Evidentemente, dentro de esos amplios márgenes se hallaba el verdadero. Quizá ni siquiera ella lo supiera.

Había venido con un hijo de cuarenta años, Don Lucero; entre los dos construyeron una tapera en uno de los pocos terrenos no ocupados, cerca del cangrejal. Lucero changueaba de matarife en una estancia cercana. Pese a lo codicioso de achuras y centavos, no se destacaba por su voluntad de trabajo, por lo que ambos eran pobres.

Al tiempo de haberse instalado, Lucero se agenció una muchacha del lugar, la Julia. Aunque los padres no trabaron el asunto, Lucero se fugó con ella a un pueblo muy lejano (según se rumoreó después, sin que nadie supiera quién hizo correr la voz). No volvieron, excepto Lucero, que visitaba a la vieja cada nueve meses, quedándose sólo por una noche. A la gente le extrañaba que esa noche la vieja anduviera sola por los campos, a buena distancia del rancho, como esperando algo. “Estoy de guardia”, decía, “arreando las lechuzas”.

La Gauna (o Ghuna, o Gutre) tenía fama de bruja y morbera. La gente que le tenía ojeriza solía contraer fiebre o enfermedades en la piel. Todos recordaban el caso de una joven con la lengua agusanada. Algunos alegaban en su defensa que había curado numerosos empachos y viruelas; sin embargo, exigía siempre una cantidad de dinero poco menos que exorbitante. En una ocasión, el herrero estaba por degollar el cordero de Pascua; la vieja, que estaba comprando yerba, ginebra y unas galletas (curiosamente, nunca se la vio comprar velas), comentó que los indios del norte creen que el hálito del animal escapa por la boca en el momento de la muerte.

-Por eso la cosen, para no restar mérito al sacrificio -afirmó.

-Con todo respeto -dijo alguien-, yo he estado en el norte, en el Paraguay para más datos, y allá los indios no creen eso.

-Lo que yo digo es más lejos del Paraguay -respondió la vieja, entre dientes.

-Gracias, doña. Usted da buenos consejos -concluyó apaciguadoramente el herrero. Sin embargo, después no cosió la boca del animal. La vieja nunca estaba presente en Pascuas, Semana Santa o Navidades.

Algún tiempo después de la partida del hijo, la vieja empezó a vender angelitos de pulpería por los pueblos. Iba con los pies envueltos en percal y un bulto negro de moscas sobre la corva espalda, recorriendo los caminos, atenta a cualquier lugar con vaciadero de botellas. Era una práctica común para parar la olla, tan buena como la venta de extremaunciones por parte del cura. La vieja comenzó a acaparar un Potosí. Pero extrañaba que dispusiera de tantos angelitos. No pasaba verano en que no preguntara de pulpería en pulpería si ya habían tirado el anterior y precisaban otro. Cuando alguien interesado iba a su tapera, lo hacía sentar en el patio y volvía al rato con el angelito. Nunca le faltaban.

-Es codiciosa la vieja. Por plata, cualquier cosa -dijo la mestiza de la cicatriz.

-Eso es lo de menos. Cada cual tiene su vicio -respondió el anciano-. Lo que estamos diciendo es que el negocio de esta vieja son los angelitos. Sin ir más lejos, el suyo se lo vendió ella -dijo a la pulpera, señalando la andrajosa boca de larvas colgada de la pared-. Pero ¿de dónde los saca? En el pueblo no ha muerto o desaparecido ningún gurí, que yo sepa. Tampoco en los pueblos vecinos.

-Cuando le comenté que precisaba uno -dijo el pulpero- me preguntó muy melosa de cuándo tiempo de podridito, o si lo prefería seco o conservado en adobo dulce. Me dio la impresión de que tenía todo un muestrario.

-Los del pueblo vecino se asustaron y abrieron algunas tumbitas. Pero seguían allí, con cajón y todo.

-La Gauna no puede quedar embarazada -dijo el anciano-: es muy vieja. Ni de un linyera ni de un gaucho demasiado solitario ni de un lobizón, aunque quizá sí del diablo. Honestamente, señoras y señores, no me lo explico.

En ese momento llegaron el herrero y dos peones de la estancia vecina, visitantes habituales del lugar. No se molestaron en sacarse los raídos sombreros; tras musitar un nervioso saludo se quedaron de pie al lado de la puerta entornada. Los peones llevaban sus facones en el cinto, y el herrero una pistola de dos tiros en una curtida funda sobre el pecho.

-Ahora estamos todos -dijo el pulpero-. Ya no hay nada más que hablar. Todo se habló ayer. -Señaló la puerta y dijo: -Cuando dispongan.

Fueron saliendo, con paso lento. Se quedaron la pulpera y la muchacha mestiza, porque alguien debía cuidar el lugar. Cerraron la puerta pesadamente con la viga y los pasadores. Los hombres se dieron calor con un porrón de ginebra, aunque la noche no era fría, y subieron a los caballos.

-La vieja no está -dijo el anciano-. La vi esta mañana por el Camino de las Tropas, con el bultito al hombro, y cuando le di conversación me dijo que iba para Espejuelo, el pueblo que fundaron el año pasado. Le va a tomar cinco días entre ida y vuelta, por más que sea bruja.

Atravesaron la única calle del pueblo, iluminada sólo por las afiebradas estrellas y por las hilachas de luz que se escapaban de las casas. Enseguida estuvieron rodeados por los ruidos del campo abierto, casi imperceptibles para sus oídos habituados: grillos, escuerzos, grasientos correteos de vizcachas y el aullido fantasmal de algún zorro. El anciano prendió un cigarrillo, para poblar el rato. Tras un largo rato de cabalgar bajo el desaforado fluir de las nubes sobre la luna amarilla, llegaron al límite de la tierra firme y bordearon el cangrejal. El primero en divisar la tapera fue uno de los peones. Las nubes habían cubierto casi por completo las estrellas, pero el lugar estaba iluminado por osamentas de caballos y reses colocadas, según les pareció, en círculo. Bajaron de los caballos para no hacer ruido, atándolos a un álamo torcido que estaba a la vera de una osamenta. Los pingos estaban medio retobados. No se veía ninguna luz a través de la puerta o de las carcomidas paredes sin ventanas. Se aproximaron en silencio.

El herrero estudió la puerta con una lámpara de aceite. Había dos oxidadas y gruesas cadenas, aseguradas con un candado. Tras un breve palanqueo con una barra de bronce, el candado saltó en un polvoriento chasquido. Se oyó un leve murmullo en el interior. Ya no era posible volverse atrás: abrieron la puerta con una patada, entrando en tropel.

Adentro encontraron el vacío catre de la vieja, que ocultaba debajo una marmita llena de monedas de oro, plata, cobre y del tiempo de la colonia. Un par de vestidos nuevos y ya fétidos colgados de una viga encastrada en el adobe, y angelitos de pulpería, en distintas fases de putrefacción, desde el esqueleto que gracias al adobo había conservado una amarronada piel, hasta el cuerpo aún apto para los gusanos. Y, estaqueada en el piso, con el vientre hinchado de ocho meses y con las deformaciones en los miembros y en el tronco producidas por un largo e inmóvil cautiverio, a una mujer desnuda y cubierta de suciedad. La lengua cortada y los labios cosidos, con un breve resquicio para la introducción de los alimentos, no le impedían producir sonidos entrecortados, mientras miraba a las sombras recién llegadas. Les costó reconocer en ella a la Julia.

La espera

Llegó una mañana, por el Camino Nuevo. Se llamaba Alejo. Tenía veinte años entonces, que ahora eran cuarenta. No se le conocía apellido, pero la gente del pueblo lo llamaba “El Marcao”, por el tajo que le partía la mejilla izquierda.

Era tropero. En el verano conducía el ganado a la capital, con algunos conocidos de su juventud. Cuando no trabajaba -era lo más habitual-, era como si no existiera. Casi no salía de su casa, ensimismado en su silencio. Pasaba las horas vacías tendido en el catre, mirando el techo de paja vieja, mateando.

Una de esas tardes estaba sentado ante la puerta -la casa estaba frente al camino-. El sol hacía reverberar el aire. Despacio, desde lejos, vio acercarse a la esposa de uno de sus vecinos. Tardó un poco en recordar el nombre: Matilde.

Traía unos cabos de vela del almacén. Lo saludó, y siguió su camino.

Más tarde pensaría, sorprendido, que esa momentánea visión le bastó para enamorarse. El amor no es un proceso complejo. Un frase, una mirada, una sonrisa de la otra persona, puede bastarnos para revelarnos que la amamos. No se le ocultó esto a Alejo, todavía sentado ante su puerta. Hacía varios años que la venía codiciando, sin saberlo. Recordó que, aún antes de saber quién era y con quién estaba casada, la miraba durante horas desde su ventana, mientras ella atendía la casa o los animales. Pensó que ya había perdido demasiado tiempo.

Alejo era hombre solitario, que no se hablaba con nadie de por allí, pero durante un tiempo se había amigado con el esposo. Solían jugar largas partidas de truco, unas veces en su casa y otras veces en la del otro. Una discusión sobre tres o cuatro reses sin marcar los había distanciado. Por eso, recién entonces vino a enterarse que se había ido, meses atrás, a luchar al Paraguay.

Alejo no entendía mucho de política, y su rival tampoco, pero la novedad lo alegró porque, como pensó, tenía el campo libre. Sin embargo, conocía -o, mejor dicho, intuía- los pensamientos de Matilde, y sabía que no traicionaría a su esposo, mientras éste viviera.

Matilde acostumbraba ir los domingos al rancho que un cura usaba de parroquia, a unas leguas de allí. Él nunca había ido -sólo profesaba cierta veneración retórica a los crucifijos e imágenes-, pero esa tarde no faltó. No apartó los ojos de ella en toda la ceremonia. Ella lo notó desde el principio y se mostró hosca y distante, como obligada por mera cortesía a responder, cuando él se ofreció a llevarla a su casa. Sin embargo, aceptó. Ella iba en el caballo y él llevaba las riendas, caminando.

Esto ocurrió dos o tres veces más.

En una de sus ahora insomnes noches fraguó su plan. El marido tenía que morir. Durante un tiempo meditó en costearse hasta donde estaba el ejército y darle muerte, pero descubrió que una muerte fingida valía tanto como una muerte real.

El Juez de Paz, un tal Freiden, era, por llamarlo así, amigo suyo. Le debía varios favores durante las elecciones, y Alejo pensó que ya era hora de cobrarlos.

Una tarde se decidió a ir. Era un despacho breve y sobrio. De las paredes colgaban retratos a pluma de viejos matreros y desertores, con el monto de las recompensas al pie de la hoja.

Le explicó sus propósitos; el otro no tuvo problema. Tras pocos minutos le entregó una carta, escrita (Alejo no sabía hacerlo) y sellada por él, dirigida a la mujer, donde se comunicaba que el esposo había muerto en una emboscada, en Corrientes.

“Son ladinos estos paraguayos”, le dijo sonriente el juez.

Alejo contestó con otra sonrisa, sin entender la broma.

Matilde pidió al cura de la parroquia que le leyera la carta, porque el chasqui tampoco sabía. Lloró poco. Ya estaba hecha al dolor: desde que su marido fué a la guerra se había resignado a perderlo.

Pasaron varios meses de luto. Se veían sólo los domingos. Una tarde, tras la misa, la trajo en ancas y entraron juntos a la casa. El cura los casó algunos días después, un jueves. Habitaron el rancho de ella, pues el suyo era casi una tapera.

Pasaron tres años. Alejo ya no volvió a llevar las tropas de ganado y sólo trabajaba de vez en cuando como domador en una estancia vecina. Vivían de sus animales. Ella casi se había olvidado del otro. Una tarde, trajeron una carta con los sellos del ejército. La llevó al Juez para que se la leyera. Había abrigado la esperanza de que el otro hubiera muerto, y fue sintiéndose cada vez más incómodo a medida que progresaba la lectura: el marido de Matilde confiaba en regresar pronto.

El Juez tenía, al devolverle la carta, la misma sonrisa de años atrás. Sólo ahora notó lo que había de burla en ella.

La guerra daba visos de terminar. Alejo comenzó a traer a vecinos y forasteros a la casa para tener noticias del frente. Intentaba saber, desde allí, la suerte del otro. Matilde se alegraba con eso, porque no le gustaba la soledad. Antes de casarse con él, le había dicho que estaba en el Regimiento 6 de Caballería, ahora en territorio paraguayo. Ese regimiento había tenido muchas bajas en la última batalla, librada hacía menos de un mes. A Matilde ya no le interesaban esos lejanos combates, excepto por esa mezcla de hastío y repudio con que una mujer ve la guerra en la que ha muerto un marido o un hijo.

Sin embargo, Alejo no decía nada cuando su esposa sacaba el tema. Seguía mateando despacio, con la vista vagando por el techo.

El otro era como una antigua pesadilla que habíamos olvidado y que vuelve. Se preguntó qué debía hacer, si huir o enfrentarlo. Al principio, lo segundo le pareció absurdo -el otro tenía una bien ganada fama de cuchillero-, pero luego fue convenciéndolo. Pensó que más valía morir probando su valor (que nunca había tenido ocasión -ni deseo- de usar), a sufrir el oprobio de tener que escapar como un cobarde.

Llegó el verano y con él las lluvias. El camino y el campo se habían convertido en un inmenso barral. La guerra ya había terminado.

Una noche se despertó, sofocado de calor. Ella dormía a su lado. El silencio era total. Se vistió y tomó su cuchillo. Esperó varias horas, minuciosas y lúcidas, sentado en el borde del catre. Faltaba todavía mucho para el alba. Pensó que, después de todo, no era la primera noche que pasaba desvelado. Salió, cerrando la puerta tras él. Al rato, se oyó el lejano relincho de unos caballos.

La noche clareaba, cuando un hombre entró, silencioso, en la casa. La mujer seguía dormida.

Poemas

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IGNORANCIA

El alto reloj de caoba
yace en las sombras de la sala,
cargado de años.
Los implacables minutos mueven el péndulo
y las agujas
que invocan números romanos.
Cada hora
se cumple el ritual de las campanas.
Sus engranajes siguen una rutina exacta,
sin saber el motivo.
No pueden saber que son parte de un instrumento
construido por los hombres
para medir algo intangible y férreo.
El árbol no sabe qué criatura es
(ni siquiera sabe que es una criatura),
ni por qué debe hundirse en la tierra
en busca del agua oculta.
Los órganos y vísceras
no saben que existen para cumplir una función
en el cuerpo al que pertenecen.
Los hombres no sabemos para qué existimos:
si para recorrer un camino infinito
que puede llevarnos al cielo o al infierno
o para fulgurar un instante
y después perdernos en la Nada.
Si para cumplir un destino fijo
o para seguir los caminos del azar.
No sabemos cuál es nuestra meta.
No sabemos si existe una meta.



EL DESEO

Yo nunca quise ser un simple hombre
de finales del banal siglo veinte,
condenado a ser como toda la gente,
sin un solo recuerdo que me asombre.

Yo hubiese querido vivir en el pasado,
ser un guerrero de los tiempos de Homero
o como los hombres que han encontrado
las fuentes del Nilo, como el primero

que ve desde la torre un continente
y que piensa que ha llegado al Oriente,
o un monje medieval que en su abadía

medita sobre todo lo que abarca el día.
No es imposible que alguien en el futuro
desee vivir en este tiempo oscuro.



EL INSTANTE

Me pregunto qué será lo último
que me llevaré del mundo
en el instante de la muerte.
Quizá sea el rostro de una persona que todavía no conozco,
el sonido de la lluvia en la ventana,
un rumor lejano de música, alguna percepción casual.
Quizá ocurra en la noche:
un cristalino sueño o una roja pesadilla.
Quizá sea la tenue caricia de un beso.
Quizá la memoria juegue su carta
y un recuerdo del pasado vuelva a mí, puro y límpido
como un pájaro en la noche.
Quizá sea de un pasado que ahora es futuro.

El mundo es vasto y complejo
e ignorado. A todas sus imprecisiones
acabo de agregar una más.



PINTA TU ALDEA

No hay mucho para decir. Sólo girasoles y demonios,
las mismas extrañas pupilas que en cualquier otro lugar
(al cabo de los años uno descubre
que toda persona es intrínsecamente extraña).
Nucas y ángeles, rodillas y demonios,
tu rostro y el mío ante el abismo del tiempo,
desgastados por su roce.
Muchachos en el alba peinando sus rizos,
vidas hechas ceniza por no seguir notorios instintos.

No hay mucho para contar. Sólo el áspero sabor
de la infancia y el amargo sabor de la adolescencia
y el dulce sabor del olvido. Amigos ya ancianos
con los que dialogué sobre Verlaine y Wittgenstein
en el seco cáncer de la noche.
Un gusano arcoiris se arrastra en el césped,
el hijo del vecino murió mientras dormía.
Mi aldea. Chicos que sonríen desde una fotografía
de hace cien años. Campos de tulipanes y poemas de Girri,
invasiones de Marte todas las semanas por el único canal de TV
y muchachas inocentes pero que ya han cambiado de sexo.

No hay mucho para decir. Pintar mi aldea.
Pintar mi mundo. Todo me elude y se desvanece
como el recuerdo de un cuerpo alguna vez amado.
Mi reflejo no soy yo. Es un cristal
donde mi rostro se escribe a sí mismo,
rimando cabellos y aliterando sonrisas.
La dorada textura de mi voz,
los laberintos cristalinos y pútridos de la música clásica,
el ruido de mi sangre al escuchar un caracol de mar,
son sólo la sombra de un poema inalcanzable.



POEMA DE NUEVE VERSOS

No me dejes solo.
No me niegues
lo que me has hecho conocer de ti.
Porque la muerte
es la otra cara del amor,
porque tras todas las cosas se ocultan lágrimas.
Porque el roce helado
de un instante sin nadie
hace comprender la inutilidad de todo latido.



VEN

Ven, en el silencio de la noche,
y caldéate
a la breve luz de mi fogata,
de mi turbia hoguera,
luz apenas discernible
en la inmensa oscuridad.
Ven,
antes que el frío y la lluvia y el roce del tiempo
la apaguen.



BOTELLA AL MAR

Tu ausencia
es un cáncer gris
en la inmensa noche.
Cada instante
me trae las líneas de tu rostro,
tu sonrisa, tu llanto,
la aceitunada textura de tu voz.
Cada tictac del reloj,
cada gota de la canilla,
cada latido,
encierra los jirones de una caricia.

Para los místicos,
el mayor castigo de los condenados
es haber visto a Dios
y no poder volver a verlo.
En ese caso,
estoy en el infierno.

Te daré las coordenadas
de mi cuerpo.
Te daré la geografía
de mis sueños.
Algún día hallarás mi sangre y mis silencios.
Encontrarás mi breve luz,
mi breve hoguera
aún encendida
en el frío y la oscura lluvia.
Te acurrucarás, caldearás tu pecho,
soltarás tus cabellos.
Acariciaremos nuestros párpados cerrados
con manos preñadas de ojos.
Y cada uno
descifrará el enigma del Otro.



REGRESO

He de volver al mundo.
He de volver al sencillo placer de sentir la brisa sobre mi rostro.
He de volver al embriagante roce del mar sobre la piel.
He de volver al áspero sabor del vino.
He de volver a los efímeros espectros que traza el humo del cigarrillo,
durante una charla con amigos.
He de volver a sumergirme en un libro de Joyce o de Proust.
He de volver a una canción que aún signifique algo.
He de volver a la pintura del Renacimiento.
He de volver al placer del diálogo y al placer del silencio.

Estoy viviendo el fin,
el fin de todo,
y he de volver al mundo.
He de volver
a todas las cosas que había olvidado,
arrebatado por el torbellino obsesionante, implacable,
de tu cuerpo.



UN DÍA DE LLUVIA

El papel en blanco yace en el escritorio.
Tierra baldía
esperando ser colonizada por la oscura noche
-poblada por espectros, hadas y reptiles-
del trazo de tinta.

La fría lluvia
fluye tras la ventana.

A veces los monstruos
son ciertos instantes del pasado
que vuelven sin avisar.
Un niño durmiendo en la falda,
un niño herido por palabras y miradas cotidianas,
un niño hecho de ceniza y de música.



LAS PALABRAS

Las palabras muerden.
Las palabras acechan con laberínticas garras
y antiguas mandíbulas
y con ellas no bastan
las balas de plata.
Las palabras (los rostros, también)
ocultan demasiadas cosas,
ocultan arcoiris de carne pútrida
y calles con niños hambrientos.
Palabras como “mamá” e “hijo”
ocultan hogares enhebrados con odio,
palabras como “futuro” y “libertad”
ocultan el sutil, perfeccionado látigo del amo.
Las palabras muerden.
¿Quién se atreverá a decirlas?



AUSENCIA

La herrumbre,
esa flor
que crecerá en mi tumba.
Que infesta mis palabras,
mis anhelos.
La herrumbre,
esa materia de todo poema.
Esa materia
que cubre todo sueño.
Que, ahora mismo, cubre la memoria de un cuerpo
que pudo ser el último,
un cuerpo
ya ausente.
Una muchacha que parecía salida de un libro de Chandler:
ojos negros,
mejillas pálidas
y voz bellísima y desgarrada como una mariposa
en un frasco de alcohol.



RELICARIO

Yo colecciono tus instantes.
Yo colecciono
tus miradas, tus mohínes, tus latidos.
Yo colecciono
tus palabras.
Tus silencios.
La melodiosa vorágine de tus sueños.
En mi almario
yo colecciono
trozos de imágenes, fracciones de instantes
en los que has dejado tu huella.

Eres una sonrisa
en un mundo cuyas únicas sonrisas
son de nerviosa angustia o de odio.

Eres el único adjetivo
en un inmenso páramo de sustantivos.

Yo colecciono tus instantes
en mi almario,
ese cofre con llave jamás hallada.
Yo colecciono
tus latidos, tus susurros,
la trémula danza de tus manos,
tus confidencias,
tu resplandor.
Yo colecciono tus instantes
para cuando me quede solo.



ÚLTIMO POEMA

Y aún intento
cifrar sobre el papel
memorias, fragmentos de vida, sensaciones:
el latido de mi corazón
al ver un rostro amado,
el trémulo fuego de un primer beso,
el susurro de la brisa en una tarde de noviembre,
el antiguo rumor del mar,
el sabor de la niebla en el alba,
la mirada de una muchacha.

Quizá
para que algo perdure,
para que el olvido no triunfe
tan pronto.

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